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A vueltas con el contrato de permuta financiera de tipos de interés (SWAP)

Entre la vorágine de  demandas de los clientes bancarios contra las entidades financieras que ha tenido lugar desde que comenzó la crisis económica –y con una incidencia notable de la misma como causa de ellas- fueron pioneros estos productos, los contratos de permuta de tipos de interés. Ya en números anteriores nos hemos encargado de explicar algunos de sus aspectos más controvertidos. Sirva el presente para efectuar una breve recapitulación sobre el recorrido en los tribunales de estas reclamaciones y como reflexión general sobre este episodio, francamente notable por la arbitrariedad de su tratamiento jurídico, del acontecer judicial en nuestro país.

Durante todo este tiempo en que la crisis económica ha azotado nuestro suelo patrio se han dictado por los tribunales sentencias de todo tipo y con resultados dispares en los asuntos SWAPS. Desde aquellas primeras en que se acordaba la nulidad de estos productos en base a infracción de norma imperativa aunque no se previese en dicha norma este efecto[1]; o aquellas otras en que se acordaba la nulidad –o mejor dicho anulabilidad- del SWAP por error en el consentimiento en base a una oposición del cliente sin ejercitar reconvención[2]; hasta las que  declarando la nulidad (o, mejor dicho otra vez, anulabilidad) no hacen previsión alguna sobre la devolución recíproca de las prestaciones (esto es, devolución también por parte del cliente)[3]. Las más de ellas, como vemos, dictadas menos en la aplicación estricta del derecho y más al calor del clima social imperante; al cual el órgano enjuiciador no es ni con mucho ajeno. Pasando eso sí, por ejemplos notables –y por lo demás, valientes- en los que por parte del órgano decisor se hace valer el principio de seguridad jurídica consagrando la vigencia del contrato, o aquellas en que, al menos, en base a las dudas de derecho que existe en la materia -como demuestran la disparidad de pronunciamientos- no se hace especial imposición de costas en base al contenido de la LEC[4] a este respecto.

El transcurso del tiempo ha venido a minorar la casuística de productos de este tipo que acceden a los tribunales, principalmente por el elemento temporal a que venían unidos (contratos efectuados principalmente entre 2007 y 2009). Transcurso del tiempo que a la fecha hace entrar en juego otra manifestación del principio de seguridad jurídica -por si la existencia de un contrato suscrito entre las partes (a veces ante notario)  no fuera suficiente- como es el instituto de la prescripción. La acción de anulabilidad –que ha sido el vehículo habitual por el que encauzar la impugnación de estos contratos- tiene según nuestro código civil un plazo de 4 años para su ejercicio, transcurrido el cual se considera prescrita.  Si bien es cierto que según jurisprudencia unívoca del Tribunal Supremos en los contratos de tracto sucesivo –como es el caso de los Swaps-  dicho plazo no empieza a contar sino desde el último de los devengos de las obligaciones que en él se contienen, tampoco es menos cierto que por la fecha de suscripción de estos productos y el número de liquidaciones anuales que suelen tener los mismos (habitualmente hasta 5 o 6 como máximo) aquellos contratos que previesen su última liquidación para 2011 ya han devenido inatacables. Sin que parezca que la imaginería jurídica particular del órgano enjuiciador de turno pueda tener contra este instituto del principio de seguridad jurídica tanto éxito como  lo tuvo contra el principio de “pacta sunt servanda” también contenido en nuestro Código Civil.

Por otro lado, la enorme casuística también llevó a que los asuntos finalmente tuvieran acceso al Tribunal Supremo, órgano con la función de determinar los criterios interpretativos uniformes al respecto –dado que las Audiencias Provinciales, conforme a lo habitual, también se diversificaron en cuanto a sus distintos pronunciamientos incluso por una misma sección dependiendo del ponente de turno. Así, nuestro más alto Tribunal estableció la importancia de la obligación de información previa al cliente bancario y el establecimiento de una presunción de ausencia de conocimiento por el mismo (o existencia efectiva de error en su consentimiento) en caso de incumplimiento por la entidad bancaria de dicha obligación.

Aunque dichos criterios no fueron ni con mucho acertados al juicio de numerosos operadores jurídicos, al menos sí proporcionaban algo de certidumbre jurídica, con la fuerza que la doctrina de nuestro más alto tribunal ostenta al respecto como máximo intérprete del Derecho. No obstante, pese a que el Tribunal Supremo insistió en la relevancia de la consideración casuística –como no podía ser de otra forma en materia de error en el consentimiento, al ser un hecho psicológico y, por tanto, eminentemente personal– sin embargo los órganos de instancia y apelación por lo general se han servido de esta doctrina para seguir aplicando criterios generalistas y apriorísticos a los asuntos que ante ellos se residenciaban, sin atender tanto al supuesto de hecho concreto como a la naturaleza de la acción ante ellos interpuesta (acción de anulabilidad por vicio en el consentimiento).

En definitiva, al calor del clima social de animadversión contra las entidades financieras, se produjo una situación de  virtual supresión de la debida sujeción de las partes a un contrato previamente firmado y consentido, desligando así de sus obligaciones jurídicas a casi todos los clientes bancarios en general, que a veces además tenían la condición de empresarios, inversores financieros, abogados e incluso notarios, respecto de los que la más breve brizna de sentido común predica la suscripción de esos contratos con pleno conocimiento de su contenido. Situación al albur de la cual, por lo demás, también por parte de sus asesoramientos letrados,  han intentado medrar todo tipo de oportunistas, usando como reclamo publicitario porcentajes de éxito judicial y aseveraciones sobre pago de costas de contrario más propios de un inconfesable deseo crematístico que de una oferta de servicios respetuosa con la profesión.

Todo ello a costa de los principios más básico del derecho, como es el mencionado respecto a la firma de los contratos voluntariamente suscritos entre las partes o el de seguridad jurídica. Solo el futuro nos podrá decir cuáles serán las consecuencias para el mundo de la contratación en general de esta nueva facultad que tiene el sujeto de derecho de separarse de los contratos bilaterales prácticamente a voluntad, que los juzgados y tribunales han ayudado a construir. De momento el sector de los préstamos hipotecarios ha sido la siguiente víctima, quizá porque tienen también como sujeto perjudicado a las entidades financieras, que han sido socialmente culpabilizadas por el clamor popular de la situación económica sufrida, y contra las que es muy fácil predicar. Pero eso, ya es digno de ser tratado en otro artículo.

Escrito por Javier Cabello, Socio, Área de Dcho Procesal

[1] En la normativa MIFID, o en aquella anterior contenida en la Ley 24/1988 de 28 de julio del Mercado de valores de 1988 y RD 629/1993 de 6 de mayo.
[2] Dictadas en procedimiento de reclamación de la liquidación periódica iniciada por el banco y en que, por tanto, el cliente bancario es demandado.
[3] De aquellas liquidaciones que (sobre todo al inicio del contrato) le hubieren resultado favorables. Si bien es cierto que ex art. 1303Cc no es estrictamente necesario.
[4] Ex art. 394.1LEC

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